martes, 4 de marzo de 2014

La mente lo sabe - cap. 1


LA MENTE LO SABE
Una niña pequeña puede crecer, un árbol dar fruto, un animal morir, pero todos tienen una historia que contar, una vida (corta o larga) que narrar antes de viajar a otro mundo. Mónica contará su historia y nos introducirá al mundo de la belleza, a la destreza total de lo natural y a los secretos de la mente. Bajo la mirada y la protección de Shrilka, Mónica luchará por un motivo justo: volver a casa.


Capítulo 1 – Mantra

La vida era ahora tranquila tras haberse acostumbrado a aquella rutina que la mantenía en forma física y mentalmente. Mónica nunca osaría quejarse de su vida, de hecho, le encantaba, cada obstáculo era una piedra más con que construir su fortaleza, cada golpe un remate de su armadura… Pero había algo que sí podía romper los límites de su razón, algo que provocaba un ansia irrefrenable de atacar. Ese “algo” no podía ser otra cosa que la estupidez social.

Esta “estupidez social” era el nombre que Mónica había otorgado a los absurdos esquemas que la sociedad había creado. Estos incluían todas las actitudes que, por más que lo intentara, Mónica no era capaz de entender, y mucho menos de apoyar.

La delegada de su clase era el ejemplo perfecto de “estupidez social”, con su “perfecta melena dorada, alisada por planchas celestiales y endulzada por mil flores; con su tez suave y blanca como nube blanca de primavera, como el más bello dibujo en lienzo de mármol escarlata…” (Parafraseando los halagos que ella misma se hacía a diario).
 
La chica era guapa, no lo iba a negar, pero la enemistad que Mónica le profesaba, no estaba influida por ello, se había criado en la calle, conocía la belleza de la vida, de la naturaleza, de cada detalle de fina membrana en las alas de las mariposas… Conocía lo que ella denominaba “belleza útil”, los aspectos de que dota la naturaleza a sus seres vivos para facilitarles la existencia y la caza (como la piel del camaleón, siempre acorde con el paisaje, o las perfectas garras de los grandes depredadores).

Lo que Mónica odiaba era la forma en que aquella chica usaba sus atributos físicos para conseguir valerse del esfuerzo de los demás en vez del suyo propio. Y, no contenta con ello, criticaba y animaba al resto a criticar a todo aquel que no compartiera su estilo de vida. Un estilo de vida que a Mónica le parecía rancio, vacío… puramente plástico, sin ninguna motivación más allá del propio aspecto. Al margen de lo superficial de ese estilo de vida, Mónica no veía ningún valor práctico a aquel frenético anhelo de popularidad, y eso, una chica como ella que vivía de sí misma, no llegaba a entenderlo.

Almudena, que así se llamaba la delegada, conocía el rechazo que provocaba en Mónica, pero, por alguna razón que nadie llegaba a comprender, era la única de la clase que respetaba su estilo de vida y trataba, no solo de no insultarla ella misma, sino de que nadie más lo hiciera. Mónica lo achacaba a la lástima que Almudena pudiera tener por una chica que vive en la calle (aunque Mónica lo viera como un regalo para los sentidos, sabía que el resto del mundo lo consideraba un suplicio, una purga…). Almudena por su parte, cuando la gente le preguntaba por qué defendía a “la friki de los dragones” ni verificaba la teoría de Mónica, ni la negaba, simplemente se encogía de hombros y cambiaba de tema.

Pese a todo esto, la relación entre ambas solía sacar a Mónica de quicio, por lo que trataba de esquivar sus encuentros, lo cual era difícil, ya que los profesores se empeñaban en juntarlas en los trabajos, debido a su paridad en las notas de evaluación.


La razón por la que os cuento todo esto, es porque fue durante la realización de uno de estos trabajos, cuando Mónica desarrolló tanto su teoría de la “estupidez social”, como la solución para aislarse o curarse de los efectos de esta; el mantra.

El mantra consistía en abstraerse del mundo durante unos minutos para centrarse únicamente en una misma, ya que, aunque Mónica pasaba mucho tiempo sola, se había dado cuenta de que pocas veces había tratado de pensar en su vida actual, había hablado del destino, del pasado, del futuro… pero nunca se había fijado en ese preciso instante de su vida.

Para que el mantra funcionase, era necesaria una concentración absoluta, lo que aislaba a Mónica por completo del resto de la sociedad. La mejor forma de practicarlo, era sentarse con las piernas cruzadas y la espalda recta pero relajada, las manos apoyadas en los muslos y, lo más importante, los ojos cerrados. Acto seguido, expandía su mente (como le había enseñado Shrilka a la hora de “escuchar el contexto” durante sus lecciones de caza) y paseaba por sus recuerdos físicos y mentales, que son conocimientos, experiencias, sensaciones y pensamientos.

No era necesario racionalizarlos, solamente recordarlos de nuevo tratando de analizarlos como si fueran ajenos. Tampoco había que hablar, solo quedarse con ese análisis para saber si realmente se da la importancia necesaria o se está exagerando.

El resultado del mantra es simplemente el saber lo que se ha de mejorar a la hora de afrontar un problema, y si a algo se le ha dado más importancia de la que tiene, poder rectificarlo.
Pese a esto, la importancia del mantra no es solo la satisfacción con uno mismo, ni el saber que se hacen las cosas como se deben hacer, es decir, la autorrealización. Esta técnica se convirtió también en el mejor arma de Mónica, ya que, racionalizar todos los detalles de la propia vida, hacía posible un control absoluto de una misma, cosa que, aunque suena raro y potencialmente perjudicial, a la hora de valerse de la propia destreza para sobrevivir, como es el caso de Mónica, es muy útil.

La fuerza que había desarrollado el mantra de Mónica residía en la práctica, después de tantas veces, Mónica podría sustituir ocho horas de sueño por quince minutos de mantra y sentirse igualmente descansada. Esto le había ayudado a la hora de estudiar, pero sabía que sería mucho más útil en un futuro, ya que estaba segura de que para llegar hasta Shrilka, tendría un camino lleno de adversidades, acción, cansancio…


Lo único malo de esta abstracción total del mundo, era que dejaba a Mónica indefensa frente a la intromisión de cualquiera en su realidad. Sabía que sus rarezas ya eran causa de burla en la escuela, y que si la sorprendieran sentada a oscuras en mitad de la clase ajena al mundo, no dudarían en aprovechar la situación para una nueva humillación, cosa que no le asustaba per se, sino que temía que pudiera ocasionarle problemas para seguir llevando a cabo su estilo de vida. Es decir, quizá la policía se enterara de cómo y dónde vivía y terminaba encerrada en un centro de menores o un orfanato; quizá molestaba a los profesores y la echaban de la escuela; quizá alguien accedía a los recuerdos de Mónica sobre Shrilka y sobre sus enseñanzas y, no solo la metían en la cárcel por considerarla peligrosa, sino que puede que encontraran al dragón antes que Mónica y le hicieran daño.

Mónica era consciente de que era bastante improbable, pero, por si acaso, siempre procuraba asegurarse de estar sola a la hora de llevar a cabo el mantra. Por eso que hoy en día, tenga apalabrado con el profesor de ciencias, Chema, el acceso a una sala del centro fuera del horario lectivo para poder “realizar sus actividades” (eran las palabras textuales de Chema el día que hicieron el pacto, y a Mónica le habían extrañado desde el primer momento, pero necesitaba la sala, por lo que había decidido ignorarlas por el momento). 




- Mónica? – se acercó al grupo de jóvenes del fondo de la clase – Perdonad, ¿habéis visto a Mónica?

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